Míralos

Bebía un taza de un café gourmet -al menos eso me dijeron-, escuchaba a Julie Delpy y la calefacción de mi carro me hacía sentir cómoda y extrañamente feliz. El semáforo se coloreó de rojo y, aún sin detenerme, sentí lanzarse sobre mi ventana a un niño, según yo de escasos cinco años, vestido con una playera y un pantalón raídos. Limpió el vidrió con rapidez y extendió la mano, cuando le di una moneda le pregunte su edad, estaba por cumplir 12 años. Apagué la radio. Al llegar a la oficina revisé los periódicos y mi estado de ánimo, ya decaído, terminó por derrumbarse. El día anterior se había presentado el informe de Unicef Mírame: soy indígena y también soy Guatemala, el cual remarcaba la pobreza, la desnutrición y la falta de acceso a educación que afecta a la niñez y adolescencia indígena. Los datos eran devastadores, “no novedosos”, cifras que conocemos y a las que no les ponemos atención, porque creemos que no nos afectan, porque son tristes o porque ya naturalizamos situaciones, que además resultan muchas veces ventajosas, ya que devienen en mano de obra barata, temáticas para explotar culturalmente y población a la cual mangonear, abusando de su condición de pobreza e ignorancia. Cerca de 2.8 millones de niños y adolescentes indígenas ven violentados sus derechos cada día: el 84.9 % vive en condiciones de pobreza, mientras que el 45.5 % en pobreza extrema. La desnutrición crónica afecta al 61.2 % de los niños indígenas menores de cinco años. Y ese solo es uno de muchos problemas más. Mientras esta noticia se pierde con las ofertas, los convivios y lo que Trump hace o deja de hacer, estas cifras seguramente aumentan, y nosotros obviamos el tema. En la ciudad y muchas áreas urbanas disfrazamos todo esto con lo que encontramos en los centros comerciales o en las pacas, con comida rápida y con tarjetas de crédito que nos condenan a vivir con los pagos hasta que las muerte nos separe. Las consecuencias de la desnutrición se transfieren y se multiplican, lo que les ocurre a estos niños nos pasa factura a todos y todos somos responsables en parte, por voltear la cara e implorar al pensamiento mágico para sentirnos menos culpables. Nunca me supo tan mal un café. gAZeta 12 de diciembre de 2017

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